Quienes redactaron la Constitución no consideraron importante colocar mojones étnicos.

Fuente: La Razón (Edición impresa) / Rafael Archondo 02:29 / 14 de octubre de 2013
Cualquier ausente absoluto del debate nacional de la última década tendría todo el derecho a pensar que si Bolivia se proclama a sí misma como un Estado Plurinacional, debería haber creado algún órgano estatal, grande o pequeño, en el que estas identidades se representen, encuentren y fijen metas comunes o derechos diferenciados.
Por fortuna, esas naciones han sido estudiadas minuciosamente. Sabemos sus nombres, sus vidas pasadas, sus localizaciones geográficas y ahora, gracias al último censo que quiso ser exhaustivo, la cantidad exacta de miembros que se adhiere a cada una de ellas. Con la información a mano, podemos saber ahora dónde están, cuán pobres o ricos, cuán educados o analfabetos, cuán viejos o jóvenes son, todos los componentes dispersos de cada una de las vertientes nacionales que arman este mosaico diverso, que buscamos cohesionar sin uniformar.
Sin embargo, si revisamos la anatomía concreta del llamado Estado Plurinacional boliviano, sólo encontraremos dos cámaras de representantes, elegidas en virtud del voto de todos los mayores de edad que habitan el territorio. Los asambleístas electos pertenecen de manera indistinta a cualquiera de las 36 naciones estudiadas. No se los elige por su identidad cultural, sino por las ofertas electorales y las opiniones con las que se hubiesen prodigado durante la campaña.
Ese dato tan simple nos demuestra que los arquitectos del Estado Plurinacional no consideraron importante colocar mojones étnicos en las rutas de la Constitución. Imaginaron que las 36 naciones quedarían automáticamente representadas por el solo hecho de existir en el seno del electorado. Se esperaba que los mosetenes votaran por candidatos de su lengua y cultura, o que los afrobolivianos hicieran lo propio. Incluso sopesaron la posibilidad de que un leco pudiera representar sin problemas a los aymaras, por el solo hecho de vivir entre ellos y poseer las mejores ideas para conquistar su bienestar.  Por si fuera poco, se otorgaron además siete circunscripciones especiales para aquellos pueblos que pese a votar por sí mismos, son tan magros en población, que no alcanzan a elegir a su representante bajo condiciones normales. Tal fue la única acción de discriminación positiva que nos remite a una plurinacionalidad activada desde la regla electoral.
La conclusión de este recorrido casi banal por el andamiaje institucional del país es que en términos de representación política, lo plurinacional no fue ni es el rasgo dominante a la hora de dar forma a las instituciones desde donde se dictaminan las normas. Quienes redactaron la Constitución pensaron quizás que las naciones originarias tenían el suficiente poder social para hacerse visibles por sí solas.
Si todo lo dicho es evidente, entonces cabe preguntarse, ¿era tan necesario apellidarnos “plurinacional” con tanta pompa cuando bajo el esquema de representación del pasado podíamos haber arribado al mismo puerto?, ¿o es que aumentando un senador por departamento y eligiendo a siete diputados especiales, el Estado ha cambiado de cualidad?, ¿tan fácil y tan mezquina es esta revolución?